miércoles, 30 de septiembre de 2009

Descent into Madness

“Pero yo no quiero estar entre locos”, señaló Alicia. “Oh, no puedes evitarlo”, dijo el gato. “Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca…” “¿Cómo sabes que estoy loca?”, preguntó Alicia. “Debes estarlo”, dijo el gato. “De otra forma no habrías venido aquí.”

Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas


martes, 15 de septiembre de 2009

La cima de la montaña

Algunas nubes rojizas decoraban el ya oscurecido cielo. A lo lejos, una cordillera sin fin, la espalda de un dragón que dormía un profundo sueño del que jamás despertaría. Toda ella pura, reflejaba la luz escarlata del sol, y parecía que querían arder, saltar hacia el cielo cual ceniza, pero no podían olvidar que eran meras escamas del mundo. El viento soplaba sin descanso, pero su molesto ruido no impedía que aquello inspirase paz. Tampoco su fuerza, la cual derribaría a un gigante de proponérselo.

Sobre la nieve virgen había unas pisadas, seguramente de algún ser que no comprendía la belleza y peligro de lo que le rodeaba. Con sus toscas manos se aferraba a las piedras, y con sus grotescas herramientas, escalaba la espalda del dragón. Buscaba algo, algo que solo se podía encontrar al final de la cordillera. Al dragón en sí, la llama del mundo… podría ser. ¿Qué le movía para tan absurdo sueño? Ni ella misma lo sabía, esa criatura simple, carente de sabiduría o poder alguno. Mas los dioses se equivocaron al juzgarla, pues poseía el coraje, aquella cualidad que movía todo espíritu. No temía la ira de los elementos, no se preocupaba de su posible muerte. ¿Qué era aquel ser? Aun no podía saberlo…

Siguió sus deseos, y escaló por donde no se podía. Cayó al vacío, pero lo intentó de nuevo. Inconscientemente, se levantaba y volvía a trepar por la roca desnuda, por el vil hielo. La noche la envolvía en sombras, el sol la delataba ante los dioses. Éstos alargaban su mano y la hacían caer. No querían que viese las maravillas de la cima, pues esta era llama.

No pudo entonces evitar pensar.

-¿Por qué? – dijo con una tímida y fina voz.

Nadie existía allí para responderla, a excepción de aquellos arbitrarios dioses que la tiraban antes de coronar la cima. Pero ellos, con sus frías figuras se limitaron a mirar con un silencio sepulcral. Solo el viento lo interrumpió, siendo galopante montura del frío. Esto causó una sensación de soledad, de abandono. Entonces no quiso subir más, y triste, huyó de donde podían verla las divinidades. ¡Todo era su culpa! La depresión la rodeó con sus brazos, sumiéndola en la desdicha. Pero, ¿Acaso había sido feliz para poder sufrir?

Entonces sintió el enfado, esa sensación que recorría cada una de las partes de su cuerpo, por primera vez. Después del enfado vino la ira, llenando su mente de odio y deseo de venganza. ¿Por qué ahora? Su camino había sido alterado muchas veces… pero quizá… quizá la acumulación de esos fracasos la hizo comprender que podía sentir todo aquello. Ya no era una simple montañera sin sentido. Ahora quiso, vengarse. Debía vengarse.

Se levantó, salió de su escondite y miró a los azules cielos. Allí, eternamente callados, con sus gélidas miradas, burlándose en silencio. Les observó, intentó comprender el misterio que les mantenía en aquella condición. Y quiso lo que no debía, lo que no era. Tuvo envidia, y ésta la corrompió por dentro. Deseó ese poder, estar allí arriba, y entonces se vengaría. La envidia la movió, quedando el coraje atrás. Levantó el puño y desafió a sus carceleros. Y desde la ladera de la escapada montaña, corrió hasta la cima. Estaba llena de energía, llena de vida.

Temieron. Y por ello alargaron sus brazos para hacerla caer. Pero ella apuñaló sus titánicos miembros y continuó corriendo montaña arriba. Asustados, hicieron noche eterna del día. Y ella continuó sin la ayuda de sus ojos. Se horrorizaron, y movieron el mundo. Hicieron caer montañas, las arrancaron de sus bases, dejando paso que la sangre de la tierra manara en forma de fuego. Pero ella no paró, y en un frenesí de odio, extendió los brazos y se bendijo a sí misma con el don de las alas. El pánico era dueño y señor de los dioses, y éstos, no pudieron hacer otra cosa que intentar correr. Pero nadie huye de quien tiene alas, como ratas del águila. Sus estelares madrigueras celestes resultaron ser sus tumbas, y las estrellas, sus epitafios.

Consumida la sed de venganza, ella ocupó su trono. Ahora magnífica, serena, alada. Era la nueva y única diosa de aquel destruido mundo, la soberana de la espalda del dragón. Y cerró los ojos, y soñó. Unas nubes carmesíes por encima de las bellas montañas de sendo color, el azul cielo salpicado de resplandecientes luceros. Y desde allí, desde el nuevo mundo, observó como algo intentaba alcanzar la cima, donde gobernaba la diosa. Era una pequeña criatura, sucia e inútil, movida por algo que ni ella comprendía. Valiente, sin temor a los elementos. Pero era distinta a ella, pues la diosa era única, y no olvidó. Se parecía a los antiguos dioses, aquellos a quienes había aniquilado. Era su semilla. Y cuando con su mano la hizo caer una y otra vez hasta que ésta preguntó con tosca voz lejana a la belleza, comprendió su verdadero ser. Solo entonces pudo entender lo que en la cima de la montaña guardaban aquellos ya muertos.

Con voz dulce, con todo el calor posible, respondió evitando caer en el error:

-Porque yo soy máquina, y tú, humano.

Hoy suena: Three Days Grace - Break

martes, 1 de septiembre de 2009

Hoy (de nuevo), cine


The Rocky Horror Picture Show (1975)