jueves, 24 de junio de 2010

Late Night Stories

Me llamo Caym. Nací hace algún tiempo en una ciudad costera del norte. Recuerdo haber tenido una muy buena infancia. Recuerdo prados verdes, montañas frías y días nublados. He de decir que siempre he tenido una especie de predilección por el frío y la niebla. El sol me molesta bastante. Créanme, no soy ningún vampiro, pero no me gustan esos rayos brillantes de luz que me ciegan por las mañanas. Me considero, dentro de lo que cabe, buena persona. Hago mi trabajo, muy bien por cierto, y no daño a nadie más.

Hace algún tiempo que vengo detestando lo que me rodea. No es que me haya vuelto sentimental de un día para otro, sino que cada vez soy más consciente de lo que ocurre alrededor y esas verdades me ponen muy furioso. Pero bueno, todas esas cosas que uno ve día a día y que le ponen furioso no pueden solucionarse. Al fin y al cabo, no soy nadie. Mi madre era una de esas profesoras que enseñan a los discapacitados, tanto mentales como físicos, a aprovechar al máximo su ya de por sí mala vida. Recuerdo haber oído a mi madre quejarse de los padres de los susodichos porque eran totalmente incompetentes en atender a sus hijos o los consejos de mi madre, y preferían hacer lo que ellos, sin saber nada sobre los problemas de sus vástagos, creían era correcto. También recuerdo verla reírse de felicidad cuando topaba con padres competentes que de verdad querían paliar el sufrimiento que pudieran sufrir sus hijos. Mi padre era un herbolario, tenía su propio negocio. Era un buen hombre, muy tranquilo, aunque algo patoso a la hora de cocinar.

Mientras camino por las calles, rememoro estas cosas. Pero no puedo deleitarme en ellas. El pasado es pasado, y no puede cambiarse. Sólo los locos y los estúpidos viven en el pasado. Aún así, parece que los recuerdos siempre son mejores cuando los recuerdas que cuando los vives. En cualquier caso, tengo trabajo que hacer.

Hoy toca una puta. Me han dicho que es una de esas preciosidades rubias y exuberantes. Como a mí me gustan. No sé por qué, pero siempre las he preferido rubias y de ojos claros. Supongo que es porque son totalmente lo opuesto a mí, pelo negro y ojos de corteza de árbol. Mientras giro a la derecha por un atajo que me llevará directamente al barrio de las rameras, pienso en el pecado de la puta. Mi cliente es un hombre, ¿debería descartar la venganza de la esposa burlada? Sí, claro que sí, pero no la venganza. Tal vez quisiera este tipo hacer daño a alguien que esté en contacto con la ramera rubia. Me da igual, es sólo curiosidad. La curiosidad es una de esas cosas a las que no puedo renunciar mientras trabajo, aunque sería mucho mejor si la desechara. Ya sabe, trabajo y sentimiento no suelen ser buena mezcla.

En el cielo hay una luna de plata. Llego a una pequeña plazoleta. Hay putas en todas las esquinas. Veo a mi objetivo. Se mete por un callejón a toda prisa. Parece llevar algo en los brazos. A mi paso las prostitutas se esfuman. No saben quién soy (¿Cómo podrían si llevo puesta la cadena de mi estimado mentor el padre Gabriel?) pero se huelen problemas y deciden evitarlos, aunque eso les haga perder dinero. A veces el instinto de supervivencia es más fuerte que la avaricia.

Llego al callejón por donde vi a mi puta desaparecer. Es estrecho y el final se pierde en la oscuridad. No hay luces que lo alumbren. En esta zona de la ciudad las cosas están mejor en las sombras, ocultas y misteriosas, para que nadie las encuentre. Camino deprisa. Quiero irme a dormir. Llego al final del callejón. Está lleno de cajas. No hay salida posible, ni puertas, ni ventanas bajas. Me quito la cadena. Ahora yo soy yo y no una sombra en una capa. Registro las primeras cajas. No está escondida en ninguna de ellas.

De pronto oigo el llanto de un bebé. Al final del todo. A la derecha. Camino, me giro para ver de donde viene el sonido. En la esquina del final del callejón, con un montón de cajas apiladas que antes me impedían verlo, hay un bebé llorando. Es lo que la puta llevaba en brazos. ¿Dónde está la madre? El bebé para de llorar y sonríe, mirando algo detrás de mí. Me doy la vuelta. La prostituta intenta atizarme en la cabeza con un madero. Detengo su mano, pero ella patalea, intentando que la suelte. La estampo contra la pared. No era mi intención hacerlo tan fuerte, pero ella es ligera. Suelta el madero y se arrastra hasta el bebé. Lo tapa con su cuerpo. La cojo del hombro y hago que me mire. Tengo dos maneras de hacer las cosas. Saco el cuchillo de mi bota. Saco un vial con un líquido verduzco. Es veneno. Le tiendo el vial y le hago señas de que se lo beba. Si no, tendré que usar el cuchillo. “El veneno es rápido, en unos minutos ya no sentirás nada” le digo. La prostituta bebe del vial. Deja un poco y se lo intenta dar a su bebé. ¿Qué clase de monstruo piensa que soy? Paro su mano. Cojo el vial y lo tiro lejos. Hace “Crack” al romper. Ella me mira esperanzada. Ahora que me fijo, me pareció ligera porque está en los huesos. Una prostituta embarazada no gana dinero.

Queda poco para que muera. Ella coge el bebé y me lo tiende. Lo rechazo con la mano. Me levanto. Su mirada es de incredulidad. Luego de odio. Parece que va a decir algo, pero es muy tarde. El veneno ha acabado con su vida. El bebé, que antes se había callado, empieza a llorar. Ahora que me fijo, el bebé me recuerda a mi contratante. El muy hijo de puta no quería que alguien supiera que se había acostado con una prostituta y había tenido un hijo con ella. Por eso me ordenó matarla. Me voy del callejón. Me vuelvo a poner la cadena. Vuelvo a ser una sombra para el resto del mundo.

Pienso en el que me contrató. Seguro que es algún mafioso o ricachón de estos lares. Sólo ellos se preocuparían tanto, y me pagarían tal cantidad, por matar a una pobre prostituta adolescente. Pero el bebé no estaba en el contrato. Con un poco de suerte, sus llantos alertarán a alguien y lo recogerán. Puede acabar en una de esas familias que sobreviven malamente o vendido como esclavo, nada bizarro aquí en la Bahía del Botín. A mí me da igual.

Créanme, no soy mala persona, simplemente hago mi trabajo. El único trabajo que el destino me deja hacer.


***


Joder, ya van tres años desde que me volví adicto a esta mierda. La próxima vez que me ofrezcan probar a fumar un invento goblin, diré que no. Tiro el cigarrilo cuando aún está a medias. Rápidamente vuelvo a hacerme otro.

Le pego la primera calada con placer. El humo llega a mis pulmones y sale por la nariz. Automáticamente me doblo por la cintura y toso sangre. Fumar me está matando, lo sé, y no puedo hacer nada para evitarlo. ¿Que lo deje? ¿Que abandone mi exquisito vicio? Siento decir que eso es tan posible como que un pez salga a hacer turismo a la selva.

Michelle suele echarme sermones sobre el tabaco cuando me ve fumarlo, que siempre es después de echar un polvo, que si me va a matar, que si esto que si lo otro. Es increíblemente irónico que me lo diga alguien que no se lava entre cliente y cliente. Supongo que de vez en cuando le tocará algún sacerdote que acepta "purificarla" a cambio de otros servicios que nada tienen que ver con la sagrada iglesia de la Luz, y que es por ello que aún no está en una caja de madera de dos por dos.

Estoy nerviosillo, y el tabaco especial de los goblins me calma. Los muy cabrones se sacan una pasta vendiendo esto. ¿El truco? La especie de pergamino que usan. Me han dicho que la sacan de los árboles, pero claro, son sólo rumores de borracho. El caso es que podría fumar en pipa, pero es incómodo. Los cigarrillos son a mi parecer más cómodos, meto el tabaco con el atrezzo en el "papel", lo enrollo y al instante se queda pegado en un tubo compacto de placer gris.

No me gasto mucho dinero en cerillas. Tengo un encendedor que haría las delicias de cualquier alumbrador. Es una cajita pequeña metálica, con una tapa minúscula de la que, si la abres, sale una llama pequeña pero respetable. Sólo tengo que meterle ciertos polvillos mágicos de vez en cuando.

Me siento en la gran caja en medio del desértico muelle. Aquí en la Bahía del Botín son contadas las noches en las que no hay mucha actividad en los muelles.

Miro la gran moneda azul plata que es la luna, y al respirar mis nubes de humo la empañan durante un segundo, hasta que la brisa marina se las lleva.

Mientras la luna me devuelve la mirada con reproche, como si a ella le importara un carajo que yo fume, el enano piel verde termina su trabajo en el Saint Mary. Se baja del barco sudoroso por el esfuerzo: ha estado las últimas dos horas rociando el barco con un líquido especialmente inflamable.

Me mira con gigantesca codicia de enano, y yo le doy una moneda para que se largue. La mira a la luz de la luna con ojo de águila verde por enfermedad y la muerde para ver si es de caramelo. Tras asegurarse de que la moneda no es comestible, pero que sí se puede trocar por algo que lo sea, se marcha corriendo, con sus piernecillas moviéndose frenéticamente.

Me levanto de la caja, y miro fijamente al barco. Me quito el sombrero y le hago una reverencia. Intento dar un trato respetuoso a mis víctimas, y ahora no voy a ser menos. Me vuelvo a poner el sombrero y le doy una última calada a lo que queda del cigarrillo.

Acto seguido, lanzo el resto al barco, sin apagar. Tengo suerte y cae en un reguero de la sustancia inflamable. Creo que los goblins la llaman gasolina.

Me quedo un rato para ver si prende bien, y me marcho. El fuego se extiende por todo el barco a velocidad de espanto. Los marineros que están en el barco y se han despertado intentan apagarlo. Es sencillamente imposible.

En su maquiavélica genialidad, los goblins han creado una sustancia que no se puede apagar con agua. Algunos valientes marinos se tiran por la borda. Otros están atrapados en las bodegas. Su muerte es segura. El barco pronto es un faro de luz en mitad en mitad de la oscuridad de la noche, pero nadie aquí quiere sentir esa luz, la luz justiciera de los Príncipes de Comercio goblins.

Yo, el que menos. Antes que disgustar a un Príncipe preferiría que ataran mis pelotas a la sierra de un schroedder y la hicieran girar hasta arráncarmelas debido al calor de la fricción carne-cuerda.

La próxima vez que alguien intente meter mercancías no permitidas en esta ciudad se lo pensarán mejor.

Aún quedan varias horas para el amanecer. Tal vez pueda descargar tensiones con Michelle.

Mientras camino, enciendo otro cigarrillo. El humo del barco, el humo del cigarrillo, ese leve tufillo a carne quemada... adictivos, sin duda... C'est la vie...

Sólo algo así podría ser adictivo aquí, en la Bahía del Botín.

¿Que por qué me gusta?

Sodomy non sapiens.

Que me jodan si lo sé.


Hoy suena: Jefferson Airplane - White Rabbit
Remember what the dormouse said:
"Feed your head"

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