miércoles, 25 de febrero de 2009

I - Lluvia

La lluvia caía contra la cristalera de la abadía en aquella tormentosa noche. Los rayos iluminaban sus vivos colores, dándoles un toque terrorífico. Las puertas permanecían cerradas, sin mayor sonido que el del agua. Pero unos tremendos golpes rompieron el silencio. Fuertes puños golpearon con un sonido metálico como si anunciara el fin del mundo. Tuvo que levantarse el inocente hermano Nails, quien corrió por el frío suelo de piedra hasta la ruidosa entrada. Allí abrió una rendija y solo vio una alta figura cubierta por una negra capa. Dos hombreras de morado color destacaban. Ambas eran distintas, pues la izquierda poseía púas y era ligeramente más pequeña que la derecha, la cual aparentaba ser un caparazón de insecto a medio abrir. La capa era de malla y cubría el resto del cuerpo, a excepción del pecho, donde era visible un tabardo negro con un sol plateado en su centro. El hermano se asustó ante tal imagen y se apartó de la rendija de la puerta.

-Le recomiendo que me abra la puerta. Será mejor para esta abadía si así sucede. – era una voz grave, cansada pero a la vez imponente.

-¿Qué desea?

-Ver al arzobispo Benedictus. Es urgente.

-Ahora se encuentra dormido. No puede ser molestado.

-¡No me importa! – gritó el desconocido dando un puñetazo a la puerta. La mojada madera tuvo un ademán de ceder bajo su poderoso guante metálico.

-Pero… - murmuró el monje.

-Despiértele, ¡por el Dragón de Bronce! ¡O lo haré yo mismo!

Intimidado, el hombre abrió la puerta, dejando pasar al desconocido. Éste no entró hasta que la puerta estuvo abierta del todo. Sus metálicas pisadas resonaron en todo el pasillo y su negra capa dejó caer infinidad de gotas mojando el suelo. Iba cubierto por una capucha y el hermano Nails solo pudo ver una barba rubia y un pelo largo del mismo tono. Los ojos continuaban en plena oscuridad, favorecida por las escasas velas. Pero el sol plateado de su pecho era un símbolo de que aquel hombre era alguien de poder, alguien a quien temer si se era un simple monje. Porque lo que aquel símbolo representaba era el Alba Argenta.

-Despierte al arzobispo, por favor. – dijo más suavemente.

Nails corrió hasta los aposentos de éste. Veinte minutos más tarde, apareció dicho hombre vestido con ropas de dormir y un hábito por encima para protegerse del frío reinante.

-Nails, déjanos solos. Esto no te concierne.

-Sí, padre. – tímidamente desapareció por los pasillos de donde había surgido por primera vez.

-Acompáñame. – dijo mientras comenzaba a caminar hacia la capilla. - Hace tiempo que no nos vemos. ¿Cuánto hace ya?

-Un año, puede que un poco más.

-Cierto… Veo que has cambiado mucho desde que estuviste aquí por última vez. Lástima que abandonases el camino de la luz. – le miró por encima y se fijó en el sol plateado. – No me engañas con ese tabardo, hijo mío. Sé que no lo usas para ostentar tu ficticia posición en el Amanecer Argénteo, pero sí para repeler a cualquier indeseable. ¿Y bien? ¿A qué debo el honor de tu visita?

Su cana barba se movía sin dejar ver los labios. Su calva parecía reflejar la luz de las velas que quedaban atrás, al igual que sus pequeños ojos.

-A esto.

El guerrero se quitó su equipaje. Destacaba un enorme envoltorio de tela. El paquete tenía la altura de un hombre. Parecía una espada descomunal. El arzobispo la cogió en sus manos, pero casi cayó al suelo debido a su enorme peso. Quiso desatar la tela para ver aquella obra de herrería, pero la detuvo la mano antes de tocarla.

-Apesta a sangre, a dolor. Es un artefacto impuro. ¿Por qué lo has traído a este pacífico lugar?

-Porque necesito a Alétheia.

-No puedo dejarla marchar, no contigo. Tú la corrompiste, tú la llevaste por un camino indeseable. Las sombras no son lugar para un clérigo. Ella abandonó esa senda de oscuridad y poder, y a cambio, ha obtenido la paz y la Luz en su corazón. Ha hecho un tremendo esfuerzo por olvidarte, y lo ha conseguido. No permitiré que deshagas lo que ha conseguido.

-Usted deshizo lo que yo conseguí.

-Su torturada mente no podrá resistir de nuevo el futuro que le ofreces. Sé que el poder nunca suelta a su presa del todo, pero creo que Alétheia ha aprendido a vivir con esa carga. – Miró a los grises ojos del guerrero, el cual solo era un poco más alto que él. – He realizado una ardua tarea, Mithrilwind. Perdóname, pero no saldrá de esta abadía, no por un simple capricho tuyo.

-Créame padre, no es un capricho. Es una necesidad.

-Lo siento.

Continuaron caminando en silencio por los oscuros pasillos de aquella abadía. Cruzaron una gruesa puerta de madera y entraron en la capilla. Aquí la lluvia golpeaba los coloridos cristales ligeramente. Ya no había rayos. El arzobispo se sentó en un banco y el guerrero le acompañó. Se quitó la capucha en señal de respeto, dejando ver largos cabellos rubios, en su mayoría recogidos en una coleta.

-¿Rezas, hijo?

-No.

-Entonces rezaré por que conserves algo de Luz en ese corazón tan corrupto que posees.

El calvo hombre adoptó una posición de rezo y comenzó. Las palabras salían de su boca como la lava de un volcán en erupción, pero de un modo silencioso. Hablaba y hablaba. Las santas palabras nunca cesaban, incluso parecían entrar, pues no se detenía ni a la hora de inhalar aire para respirar. El guerrero le observó durante bastantes minutos, hasta que el arzobispo acabase.

Los dos contemplaron el símbolo de la Luz allí presente. Una diminuta columna de piedra poseía una pequeña esfera de color azul en la mitad superior, sin estar en la punta. Dos semicírculos rodeaban este centro de piedra, colocándose uno encima del otro y creando una separación entre ellos, en posición horizontal con respecto a la columna. Por encima del semicírculo superior sobresalía aun parte de la columna central. La figura tenía los bordes pintados de color oro y parecía tener cierto brillo a su alrededor. Era perfectamente visible en la oscuridad de la capilla.

-Ahora desearía que te marcharas y no volvieras nunca más. Sabes que el marshal McBride puede detenerte aquí, y si lo deseo, ahora. No vive lejos.

-Entonces, dele esto a Alétheia. – dijo con pesar. – Su guarda de todos modos no vendría. Ese borracho es un hombre fácil de tratar.

Se levantó y alargó una carta sellada. En ella estaba el nombre de la mujer con una exquisita caligrafía, a la cual el arzobispo miró con sospecha.

-No se preocupe, no es mía. Es de su madre.

-Está bien… buena suerte.

-Adiós.

Y con esto desapareció por la puerta de la capilla. Benedictus se quedó allí sentado hasta el amanecer, pensando en lo ocurrido con aquel viejo conocido. ¿Por qué quería a una maravillosa mujer poderosa en el arte de la Luz? Su larga meditación fue interrumpida por la entrada de los monjes para el rezo matutino, impidiendo recordarle que la madre de la chica había muerto hacía ya tiempo.

No hay comentarios: