Día de cólera

Iracundo, lleno de la gravedad de un sentimiento que aplastaba a la razón con toda su fuerza, ofuscando el pensamiento, devolviendo al hombre al estado de animal. Él estaba así, colérico, con fuego corriendo por sus venas, alimentando su cerebro con las cenizas de la sabiduría y la templanza, mostrándole a su yo, el yo precavido, que había sido derrotado en guerra interior, y que la furia triunfaría sobre todo lo demás.
La pasión consumía cada pensamiento, dejando entrever la premonición de sangre, el juramento hecho en caliente.

-¡Te mataré! - rugió con la voz de mil tormentas.

Sus labios dejaban escapar el gruñido de un oso, su nariz era la de un cánido escrutando el ambiente, sus manos se convirtieron en torbellinos de carne. El cuello era un matojo de cables tensados al máximo, carmesíes tornando hacia el púrpura, hacia el morado, hacia el color de la sangre bulliente.
Las manos atraparon el aire, el viento susurrante que se atrevía a caminar por entre sus dedos. Lo estrujó como si no existiera y agarrándolo como el mordisco de un can de presa elevó aquella afirmación del fuego.
Golpeó una y otra vez, y su sed de sangre aumentó conforme le ardían los pensamientos. Era una orgía de carne y hueso. La piel quedaba desgarrada, tanto la de la víctima como la del agresor. Era un espectáculo para los que carecían de estómago.

Bello, hermoso. Cólera desbocada que buscaba su salida y que se vio atrapada por un cuerpo humano. Explotaba lentamente en un frenesí de rojos fluidos, de roja carne, de rojo ardiente. La carnicería reflejaba los rayos del sol. Caprichoso, había cambiado su tonalidad del amarillo al carmesí, iluminando mejor aquella batalla desigual, aquella victoria de todo lo que representaba la cólera. Incluso pareció detenerse en el horizonte, deseoso de ver cómo terminaba aquello. Gracias a la furia de aquel individuo el día se alargó durante unos segundos más, hasta que el astro rey decidió que era suficiente. Proyectando su luz, asperjando su calor hasta el último segundo, se escondió tras el horizonte, lamentando no contemplar más aquella bestia hecha hombre, aquel hombre destrozado en bestia.

-¡Más fuerza! - gritaba la luna.
-¡Más dolor! - chillaban las estrellas.
-¡Más sangre! - aullaba la noche.

Fueron complacidos con una ejecución perfecta, digna de los más inhumanos seres. Disfrutaban perversamente de aquel acto de cólera, de aquella exaltación de la violencia. Los músculos en tensión constante, los brazos convertidos en garras, ojos inyectados en profunda ira. Ira eterna, ira roja como un océano de hemoglobina. Cólera del color del fuego, rabia con la esencia de la furia. El más vil de los pecados, el mandamiento de Dios quebrado por un acto de asesinato. ¡No matarás! gritaba ese viejo barbudo. ¡Hipócrita! gritaba el monstruo en respuesta.

No matarás... y allí quedó él, de rodillas sobre su víctima, empapado en su vida, rodeado de su muerte, con el peso de la condena sobre su alma y sentado sobre su escalofriante ser. El fuego no era más que una llama insignificante, sus manos ya no sujetaban nada... excepto entrañas.
La noche, las estrellas, la luna. Sonreían complacidas con aquella belleza líquida, aquella carnicería digna de los más oscuros y crueles seres jamás creados.

Él se dio cuenta de que para que un mundo fuera fantástico no había necesidad de monstruos, sombras malignas, rencores abisales, oscuridades infinitas. Había un ser humano que los arrastraba con él desde su nacimiento, y por tanto, nada dejaba de ser fantástico.
Maldijo a su progenie, a su estirpe. ¿De qué le servía? Solo estaba durmiendo, soñando, deseando despertar de una pesadilla hermosa y llena de entrañas.

La sangre, acompañada de la cólera, es un elemento puramente humano. Por eso es bello.

Hoy suena: Cavalera Conspiracy - Sanctuary